Vivía en un consultorio médico, medio básico del Ministerio de Salud Pública, tenía 2 pisos de pocos metros cuadrados y un patio pequeño en el que yo había plantado una guayabera y muchas flores.
Corría el año 2006 y ya habían pasado 9 años de haberme formado como médico. Mi rutina cambió abruptamente cuando el padre de mis hijos decidió abandonarnos y explorar otras juventudes… mi niña aún con meses de vida y mi varón con 6 añitos, y yo una mamá en desespero, un fogón, un refrigerador y un televisor del policlínico, me lo habían entregado enfermo, casi muriendo, pero su salud le alcanzaba para transmitir “los muñequitos”. Ah.! Gracias a Dios, a esa hora estaban mis amores medios anestesiados con aquel audiovisual poco colorido. Eran nuestras escasas riquezas temporales, pero aún así forjamos un amor sin límites en aquel ambiente, nuestra complementación era sincera e infinita.
A veces quería desaparecer, pero la presencia de mi progenie me devolvía a la realidad. Quería volar, pero saber que no había otro nido, me hacía aferrarme a aquellas cuatro paredes prestadas. Todo era posible de superar hasta que las penurias de mi precaria economía se me vinieron encima.
Hablaba para mis adentros muchas veces, pensando en voz alta: Yo soy médico, no soy mala como profesional pero… cómo voy a conseguir mantener a mis hijos?
Caramba! ¿Por qué no estudié otra cosa?- me reclamaba en mis adentros. Pero qué cosa mi Dios?- Seguía mi auto interrogatorio; No me veo siendo otra cosa que no sea médico… esas eran las innumerables preguntas que me agobiaban cada madrugada.
Muchos de mis colegas en esos días recurrían a salir en «misiones médicas» para resolver el problema económico, en ese entonces Venezuela era el orden del día, pero la verdad, para mí no estaba en discusión dejar mis pequeños al cuidado de nadie para buscar cuatro quilos que se esfuman en tantas necesidades, en el peso de la balanza siempre ganaba mi amor maternal.
Recuerdo un pasaje del verano, que era Agosto, mediodía y había 36 grados Celsius, la verdad para mí se sentían como 40, el sudor consumía los rostros de las personas que se apresuraban por las destruidas calles que alguna vez tuvieron asfalto, aquella imagen y mi sofocante sentir me despertaron las ideas, en mi cabeza un bombillo se iluminó: Haré jugos caseros con las guayabas de mi patio.!, no será mucho pero ya podré aumentar mis ingresos básicos. Por algunos minutos sonreí, estaba motivada.
Cada día el cuidar a los niños junto a los quehaceres del hogar era agotador, esperaba a que durmieran para hervir las guayabas y hacer los jugos, me sobraban unas escasas horas para dormir. Aun con aquella apretada jornada de comerciante y pasado un mes no alcanzaba mi economía para comprar el pollo. Ahí de vuelta al comienzo, las mismas preocupaciones en relación a mi economía me martillaban una y otra vez los pensamientos en las madrugadas, hasta que …Eureka.! Decidí aprender a elaborar pizzas! – A todo el mundo le gustan, me dije, pero no tenía la mínima idea de cómo hacerlas. Pues es este mi país, donde cualquier cosa es comestible.- Pensé. Me fui con mis hijos en brazos hasta la panadería más cercana y supliqué al administrador que me vendiese masa de pan sin cocer aún y le expliqué mi enorme necesidad de sobrevivir, y él aceptó. Fue un día feliz, es increíble cuán feliz se puede ser con una buena acción. Y así comenzó una etapa diferente en mi vida, creí que haber estudiado tantos años me libraría del trabajo pesado, pero olvidé que mi tierra no es igual a los cuentos de hadas.
Cada día del año era un reto, dolía mi espalda por el peso de la mochila, la masa de trigo crecía muy rápido por el calor y mi paso era más lento gradualmente. Perdí peso, lloré en las madrugadas, soñé con imposibles, deseaba un milagro, pero lo importante es que sobreviví. Mis hijos no recuerdan sino el sabor agradable de las pizzas y el jugo de guayaba, solo yo llevo el dolor guardado. Han pasado años desde aquella época.
Para sobrevivir no pude contar con mis tantos años de universitaria, aquella carrera que creí me daría mi seguridad en el futuro se había convertido en un simple espacio en mi currículo, no llevaba comida a la mesa.
He llegado hasta aquí, superando obstáculos que no han sido pocos, fueron piedras que moldeé para construir los peldaños de mi presente, he abandonado mi caribeña tierra a pesar de amarla, pero me he llevado a los míos. No puedo olvidar las razones por las cuales emigré, no puedo olvidar las personas buenas que conocí, los pacientes que cuidé en cada lugar por donde viví, no puedo olvidar nada, pero aún necesito y quiero crecer.